levítico

Autor

La convicción de que Moisés fue el autor del Pentateuco (que incluye el libro de Levítico) se funda en la simple lectura del texto bíblico. A Moisés se le atribuyen grandes porciones del Pentateuco (Ex. 24:4; 30:11,17; 33:1,5; 39:1,5,29; Lv. 1:1; 4:1; 6:1; Nm. 4:1; Dt. 1:1,5; 5:1; 31:22,30; 33:1), y tanto los judíos de la comunidad posexílica (1 Cr. 15:15; 22:13; 2 Cr. 23:18; 24:6; 25:4; 30:16; 35:12; Esd. 3:2; 7:6; Neh. 1:7; 8:1; 13:1; Mal. 4:4) como los autores del N. T. (Mt. 8:4; Mr. 12:26; Lc. 16:31; 25:27,44; Jn. 1:17; Hch. 3:22) lo consideran autor del Pentateuco. En Jn. 5:46-47 leemos la respuesta de Jesús a las críticas de los judíos que cuestionaban Su manera de actuar: «Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?». ¿Acaso podría pedirse mayor prueba de que Jesús y los judíos de Su tiempo no tenían dudas respecto del autor del Pentateuco? Así también el apóstol Pablo, en Ro. 10:5, dice que la expresión «El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas» pertenece a Moisés (comp. Lv. 18:5). Jesús y los autores del N. T. con frecuencia se referían al A. T. como «Moisés y los profetas» (Lc. 16:29,31; 24:27) o bien, «la ley de Moisés y los profetas» (comp. Lc. 24:44; Hch. 28:23).

EL SISTEMA DE SACRIFICIOS RITUALES

 El libro de Éxodo culmina con la imagen de la gloria de Dios que llena el tabernáculo construido por Su pueblo. Ante la presencia de Dios, la respuesta apropiada es la adoración. A lo largo de Levítico, Él instruye al pueblo sobre cómo debe rendirle culto. El libro retoma uno de los temas principales de Éxodo: así como Dios es santo, Su pueblo debe ser santo. Se trata, pues, de un manual de culto muy minucioso que muestra que para Dios cada detalle es importante; contiene instrucciones sobre la consagración de los sacerdotes y aclara expresamente las consecuencias de no rendirle culto a Dios de acuerdo con Su instrucción. Aunque Israel fue apartado como pueblo de Dios, continúa siendo un pueblo pecador, y Levítico ofrece numerosos ejemplos de cómo el ser humano pecador puede tener comunión con Dios; en este sentido, el sacrificio es un concepto fundamental en el culto de Israel.


El sacrificio de animales no era privativo de la tradición hebrea. La matanza de animales como forma de expresión religiosa era habitual en el mundo antiguo, particularmente en el antiguo Cercano Oriente. Sin embargo, la razón por la cual Israel ofrecía sacrificios difería radicalmente de la motivación de los pueblos vecinos. Entre los pueblos de la antigüedad, la lógica de los sacrificios se circunscribía a proveer sustento a los dioses, ya que estos presuntamente tenían apetitos y deseos como los seres humanos. Se le ofrecía alimentos a un dios para obtener su favor; es decir, el culto pagano tenía un sentido básicamente utilitario, y la persona que presentaba una ofrenda lo hacía para obtener un beneficio. En realidad, los sacrificios del paganismo no se diferenciaban de los actos de magia; se los consideraba un mecanismo válido para obtener una intervención sobrenatural. Así, en Mesopotamia los magos tenían tanta importancia como los sacerdotes.


El sistema de sacrificios rituales de Israel cumplía un doble propósito: expiar pecados y presentarle ofrendas a Dios. «Expiación» hace referencia a la necesidad de que Dios y los seres humanos se reconcilien, luego de la ruptura de esa relación a causa del pecado. La expiación se presenta como una exigencia debido a la universalidad y la gravedad del pecado, y a la incapacidad del ser humano de eliminar el pecado o enfrentarlo victoriosamente. La palabra «expiación» suele aparecer íntimamente ligada a otros dos términos de rico significado teológico: «perdón» y «reconciliación». Concretamente refiere a la necesidad de quitar el pecado (expiación) para reconciliarse con Dios.


El sacrificio de animales como ofrenda precedió a la época de la ley mosaica. Dios ya había ordenado la presentación de ofrendas en tiempos de Abel (Gn. 4). Después del diluvio, Noé ofreció holocaustos (Gn. 8:20), algo que también hizo Abraham (Gn. 22:9). En consonancia con los profetas del A. T. (comp. Os. 6:6; Am. 5:21-24; también 1 S. 15:22), Jesús centró Su atención en la motivación para los sacrificios y enseñó que la ofrenda solo es agradable a Dios cuando la persona lo hace con devoción sincera y de corazón (Mt. 5:23-24; 9:13; 12:7; Mr. 12:33). Los sacrificios del A. T. prefiguraron el sacrificio final, supremo, que hizo Jesús, el Hijo de Dios. Su sacrificio jamás podrá ser igualado (Ro. 6:10; He. 7:27; 9:12; 10:10), y en el presente, el sacrificio más agradable que cualquier persona, rica o pobre, puede presentar delante del Señor es una vida consagrada (comp. Ro. 12:1; 15:15-16; 2 Co. 2:14-17; Fil. 2:17; 4:18; 2 Ti. 4:6; He. 13:15; 1 P. 1:15-16; Ap. 6:9).

 
El cumplimiento del sistema sacrificial en el A. T. hizo de Israel una nación santa y le permitió diferenciarse del resto de las naciones. Quizá ningún conjunto de leyes contribuyó tanto a darle un carácter distintivo a Israel como las leyes sobre los alimentos (cap. 11). Así como Dios clasificó todo lo creado en el mundo, también Su pueblo debía clasificar las cosas que conformaban su mundo. La fuerza propulsora de esta visión novedosa fue sin duda la idea de que Israel estaba llamada a ser una nación santa. El cumplimiento de estas leyes va más allá de una pureza estrictamente personal, dado que no solo diferencia las personas purificadas de aquellas que no lo son, sino que también distingue a Israel del resto de las naciones. El motivo principal de las instrucciones sobre la purificación fue mantener a Israel separado de los pueblos vecinos (Lv. 18:3; 20:24,26). Las leyes sobre la alimentación impedían que los israelitas participaran en el culto a dioses paganos y también reducían la probabilidad de que se unieran en matrimonio con personas de pueblos idólatras (comp. 11:44-45; Dt. 14:2,21).